El paño de nuestra vida se teje con dos hilos de género muy distinto: uno blanco, el de nuestra dignidad originaria (la excelencia inmanente al hecho de existir), y otro negro, el de nuestra indignidad de destino (la conversión universal en cadáver). Este contraste de filamentos y colores plantea una pregunta fundamental: cómo usar del tiempo disponible –nuestra breve vida– para trenzar la mejor tela posible con esos dos hilos, que nos están dados y no son negociables.

En este sentido, puede contemplarse toda vida humana como un ensayo de solución de ese problema. Qué interesante observar la biografía de alguien bajo esta perspectiva: como una combinación única de factores tasados –genética, familia, educación, decisiones personales, circunstancias y suerte– con la que su propietario ensaya una respuesta personal a la pregunta planteada.

A la interrogación –cómo arreglárselas para vivir con dignidad en las condiciones establecidas– cada individuo responde con su vida entera. Nadie puede dejar de hacerlo, pero nadie puede hacerlo por él: es su deber y también su placer. Vivir la propia vida es nuestra mayor prerrogativa, un derecho natural que si alguien nos expropia nos reduce a servidumbre. Toda ayuda para vivir mejor es bienvenida, pero ninguna que, so color de elevación, nos rebaje reduciéndonos a oficios serviles.

[¿Hay una fórmula para el éxito literario?]

Una de esas ayudas es la cultura literaria. Se nos recomienda con razón leer buenos libros. Y es que las obras maestras del canon encierran en un frasquito una esencia concentrada: los momentos de máxima conciencia de los espíritus más profundos y originales de la humanidad. Al abrir el frasco –al abrir el libro– conversamos con sus autores y nos informamos de cómo afrontaron el problema que a todos nos concierne, cómo respondieron con sus vidas a tamaña interrogación y qué ensayo de solución propusieron.

Lejos de dar la palabra a los muertos, leyéndolos tenemos la oportunidad de conocer de cerca un precedente que nos guía a la hora de acometer nuestro propio ensayo. La vida es como un festín que uno prepara en casa y, en esta metáfora, la lectura simboliza el trámite previo de ir al supermercado para escoger de los estantes, sin límite de presupuesto, los mejores ingredientes –los grandes nombres de la literatura– usados en la medida más conveniente para dar un sabor suculento a los platos que van a servirse, asegurando así el éxito del convite.

Mi recomendación: en vez de arrodillarse ante los clásicos, ponerlos a prueba. Y, con carácter general, admirar poco y bien

El orden natural de las cosas se invierte cuando los clásicos son tomados, no como medios para el único fin necesario (la vida como medida de todas las cosas), sino como fin en ellos mismos, exaltados al rango de divinidades celosas que exigen culto y sacrificios. He aquí el fenómeno de la beatería cultural, una modalidad de pensamiento mágico por la que el lector suspende su juicio personal y se arrodilla ante el ídolo, olvidando que es un mortal más como él, enfrentado a idéntico dilema.

Lee uno a Platón, Kant o Kafka y la lectura le inspira determinadas impresiones, unas de amor, otras de tedio: beato es quien, en la discrepancia entre las impresiones y la devoción, da prioridad a la segunda y por fidelidad a ella se ofrece a sí mismo como sacrificio.

[300 años del 'torbellino' Kant: una nueva biografía para el mayor filósofo de la Ilustración europea]

Cuando la cultura deviene en culto, el antiguo señor es tratado como criado que sirve a los comensales pero no está invitado a la mesa. Que un libro pertenezca al canon invita a leerlo con preferencia sobre los demás; una vez leído, el lector, consultando sólo consigo mismo, discierne con libertad de espíritu lo que le vale para el problema de su vida, sin ser uno de esos iconoclastas que derriban estatuas, eso no, pero tampoco un beato en éxtasis permanente por ciego mimetismo.

Mi recomendación: en vez de arrodillarse ante los clásicos, ponerlos a prueba. Y, con carácter general, admirar poco y bien.